Por: Ángeles R. Rodríguez Negrón
Foto: Ángeles R. Rodríguez Negrón
Las únicas compañías constantes que he tenido son las de la de mi celular y mi gato, Nero. Corrijo, no puedo contar tanto con Nero pues solo es cariñoso cuando me pide comida; así que, solo cuento con mi móvil. Si antes era arraigada al aparato, ahora no puedo dejarlo ni por un segundo en estos días de cuarentena.
La cama se cansó de mí y yo de ella, como matrimonio mal lleva’o. Mas, no tengo otra opción que quedarme postrada en ropa interior ya que no tengo otro pasatiempo que desvelarme viendo series de televisión y películas en mi querido celular.
La alternativa es desplazar mi dedo de abajo hacia arriba en mis plataformas sociales. Cuando me canso de Instagram, voy a Facebook; si no, brinco a Twitter y renuevo el ciclo vicioso unas cinco veces más. Edito mis fotografías en las aplicaciones, y el aparato me recuerda constantemente cuán largas pueden ser las horas en aislamiento.
Mis días de encierro, por lo general, se hacen más eternos gracias al calor de Ponce. A medida que han pasado los meses, más sudo. Por eso, decido intercambiar a mi esposa cama por mi amante, el sofá.
Luego de un rato, mi chillo gris se vuelve incómodo, hundido por las marcas de mis glúteos sudados. No consigo refrescarme a pesar de que me siento bajo los abanicos de techo de la sala. Por otro lado, Nero duerme tranquilo, con su pancita negra y blanca hacia arriba en la tablilla debajo de la mesa de cristal en el centro del gran cuarto.

Me pregunto, ¿cómo ese felino gordito disfruta tanto de dormir y de la vagancia, contrario a mí, que ya no consigo un descanso placentero en ninguno de los anteriores? ¡Qué vida, no!
En ocasiones, tomo la cámara para fotografiar distintos conceptos con los objetos alrededor de mi pequeño hogar, a mi Nero y a mí misma para despejar la mente. De hecho, cumplí años en el pasado mes de abril, y realicé una sesión de fotos. Creé una pared inmensa de bombas coloridas en tres días, coordiné los atuendos y me retraté sola, utilizando como trípode unos cojines, un estuche de gafas y mi beeper del carro. No fue fácil, pero admito humildemente que mi trabajo fotográfico salió mucho mejor de lo que imaginé.

Por lo general, mis días consisten de aburrimiento extremo. Agraciadamente, me gradué de mi bachillerato en Periodismo el pasado mes de diciembre, así que no tomo clases online. (Compadezco a mis amistades y al estudiantado puertorriqueño a nivel isla que está pasando esta situación durante una tercera crisis nacional).
No puedo ganarme un sueldo puesto a que no soy empleada esencial en el restaurante donde trabajo. Tampoco, cualifiqué para las ayudas económicas de desempleo del Departamento del Trabajo y Recursos Humanos (DTRH) debido a que no llevo seis meses trabajando en el negocio de comida criolla.
No me he rendido en enviar resumés, casi diariamente, a distintos medios de comunicación, agencias u otras plazas de trabajo que veo abiertas en las redes, Indeed y LinkedIn. Solo que, la mayoría de los días, la frustración me abacora la mente por la necesidad de hacer algo y no tener tareas.
Adopté el oficio de ama de casa (menos la responsabilidad de cocinar) para mantenerme ocupada y así ayudar a mi madre, quien trabaja largas horas como gerente de ingeniería en una fábrica de instrumentos quirúrgicos.
No me gusta que encuentre nuestro apartamento de tres cuartos y dos baños tan desorganizado. Nunca la veo al levantarme, pero entre las 5:30 y 6:00 de la tarde, llega con su mascarilla y bulto. “¿Cómo estás, mi amor?”, me dice cariñosamente. Solo me sale un “bien” lánguido y desanimado de hacer absolutamente nada.
Mi madre va directo a bañarse. Le tengo prohibido acercarse sin antes desinfectarse, a pesar de que en su industria toman todas las precauciones salubristas. A mí no me importa; una nunca puede ser demasiado cautelosa. Usualmente, durante su proceso de aseo, la escucho gritar una frase soez, luego que suena la alarma del toque de queda. Siempre me saca una risita.
Tocan las 7:00 p. m., y es hora de hacer ejercicios. Por las pasadas siete semanas de cuarentena, un grupo de entrenadores afiliados al gimnasio Guasábara Fitness, en Trujillo Alto, se han dado a la tarea de crear y enseñar rutinas caseras a través de los lives de Instagram. A estas persona, les debo las gracias por ayudarme a rebajar unas 5 libras, a tonificar algo en mis piernas y brazos. Principalmente, me han hecho salir del horizontalismo por una hora y media. Solo espero algún día controlar la boca, a ver si, por fin, logro el tan deseado cuerpo de verano.
Luego de estirar, ver mis redes por décima vez y bañarme, como algo goloso y sabroso. A veces, como una dona de Krispy Kreme o un poco de sopa que mi abuela, antes de encerrarme en mi cuarto para llamar a algunx amigx o continuar viendo mi serie del día (porque las consumo rápidamente).
Veo el reloj y es la medianoche. Escucho a Mami cerrar su computadora del trabajo. Me toca la puerta y se le nota que el sueño la arrebata, a pesar de que no ha terminado sus trabajos. La despido para que descanse.
Al fin, saco mi fiel medicina cannábica, lo cual minimiza grandemente mis posibilidades de un episodio convulsivo. Trituro un pedazo de Strawberry OG con el grinder metálico que un pana dejó en mi apartamento en San Juan, e introduzco los picadillos en mi vaporizador de flor. Ahora, estoy lista para otra experiencia cinemática, acompañada de una relajación corporal intensa y acogedora.
Las noches son peores…
El cannabis no te hace olvidar los problemas, solo afrontarlos con más tranquilidad. Como toda droga, el efecto medicinal desvanece y el estrés del aislamiento entra por mis huesos.
Noto mi soledad en las horas de la madrugada sin sueño alguno, gracias al insomnio, la melancolía de una relación fallida y los pensamientos ansiosos. La mayoría de las noches lloro en anhelo a que la cuarentena termine para poder salir y disfrutar de los placeres mínimos que no aprecié: ir a la playa, ver una película de cine con palomitas y dulces, abrazar a mis amistades, tener un trabajo asalariado, bailar en un bar, guiar por la PR #52, caminar las calles de Río Piedras y del Viejo San Juan, entre muchas cosas más.
Entiendo, perfectamente, el propósito de la cuarentena y el deber que tengo como ciudadana para mantener a mis seres queridos y a mí a salvo del temible COVID-19. Al realizar diligencias, uso mi mascarilla de tela y guantes de latex. Me lavo las manos constantemente y evito salir de mi hogar. Sin embargo, mi salud mental ha ido decayendo, como otras personas, según perfiles en las redes sociales.
Hasta el presente, he tenido dos citas telefónicas con mi psicólogo. Aunque él me repite que esta situación es temporera y que todo volverá a la normalidad, me cuestiono a qué “normalidad” nos enfrentaremos. Será hermoso poder volver a ver a mis seres queridos, darles un abrazo y un beso o volver a mi vida en San Juan.
Por el contrario, también me enfrentaré a buscar otro trabajo, puesto a que no recibo ninguna ayuda económica. Quizás no podré encontrarme a mis colegas en una barra en buen tiempo, porque la cuarentena se acaba, pero el coronavirus seguirá rondando las calles. Puede ser que en mi primer semestre de maestría tendré clases online en vez de presenciales. Todo se vuelve una tortura mental a la 1:00 de la madrugada.
Pienso en el incierto futuro de Puerto Rico. La administración gubernamental no provee la información precisa que los y las periodistas tanto necesitan para contar historias con datos veraces. Al personal de los hospitales, aunque están dando diez millas extra, no obtienen los materiales protectores para mantenerse a salvo del coronavirus. Ya la cifra de letalidad por el Covid-19 está por alcanzar los 2,500, y todavía no se ha resuelto el caso de un pago irracional de $38 millones por un millón de pruebas “rápidas”.
Igual que el país, mi futuro también parece desvanecer: qué será de mis planes de viaje, dónde haré la maestría, cómo superar una ruptura amorosa y qué pasará con mi carrera como periodista. Esos dilemas vagan en mi cabeza a estas altas hora de la noche.
Cuando menos me lo espero, escucho el canto de un gallo y unos rayos de sol entran por mis cortinas plegadas. Miro la hora, y ya son las 5:00 a. m.
Es hora de dormir, y no sé en qué día del encierro me acuesto.