Desde mi habitación: reflexiones de último año

Por: Natalia Cuadrado García

Foto: Natalia Cuadrado García

Pido disculpas por el carácter sobresentimental de este escrito. 

El primer día como prepa en la IUPI no se olvida. Lo tengo intacto en mi memoria. Recuerdo que a eso de las siete de la mañana de camino al lo que le llamamos el ROTC, estacionamiento del recinto designado para estudiantes de primer año y visitantes, me pasé de la luz en la que tenía que doblar. Para ese entonces, aún no estaba familiarizada con Río Piedras. Fue el primer papelón de mi bachillerato. 

No le conté a nadie. 

Sin embargo, puedo decir, muy orgullosamente, que nunca me pasó la clásica anécdota vergonzosa de que entré al salón que no era. Al menos, no fue así hasta hace poco. 

Resulta que en mi primer día de mi último semestre de bachillerato, en mi primera clase, tuve que salir a mitad del monólogo introductorio de la profesora y entregarle el prontuario de vuelta. Me había confundido de salón, por primera vez en toda mi vida universitaria. 

Resulta que contrario a como hubiese reaccionado la yo del 2015, me reí una vez salí al pasillo. Es una historia que le conté a todas mis amistades ese día como una anécdota nada vergonzosa, si no jocosa e irónica.

Cuando reflexioné que de haber ocurrido unos años antes, hubiese reaccionado de una forma completamente distinta a cómo lo hice aquel día, lo entendí.

 Claro, que con los años una ya no es la misma, pero esta universidad y todo lo que viví en ella — incluyendo jangueos en fenecida Beckett, historias de amor con codificación 801, una frustración efervescente con Puttytel y una huelga estudiantil que nos marcó a todes — me habían convertido en otra persona. 

Mis convicciones por la lucha estudiantil reivindicadas y bien definidas, mientras que mis aspiraciones profesionales no tanto como me gustaría. 

En la Iupi, no naces porque vienes aquí y te haces. 

Debo confesar que el no tener una ceremonia de graduación no me pesa tanto como el no saber cuándo volveré a pasearme por el recinto. Hoy, mi aula es mi habitación y la pizarra es la pantalla de un ordenador, desde donde escribo. Sucede que a pensar que hablo de un “aquí”, ya no estoy ahí, estoy acá. 

Mientras más miro hacía la ventana, esperando que pase algo, más me inquieta el hecho de que decir “lo haré una vez acabe la cuarentena”. 

Es una frase tan sobreusada que ya ni me queda claro si habrá ese después del que todes parecemos estar segures. 

Pues para mí, la vida como estudiante de la Universidad de Puerto Rico tendrá un después porque ya no lo seré. Y me apena. Me duele mucho no haber pasado mis últimos días como universitaria postgraduada en la cuna que se convirtió en mi segundo hogar.

Esta última semana, mientras trabajo en la entrega de mis proyectos finales, me ha golpeado con sorpresa y pletóricamente la nostalgia. Me he sentido presa de las oportunidades que siento que perdí dentro y fuera del salón de clases, así como de todo lo que en su momento no valoré. 

No obstante, también he abrazado con cariño las memorias de lo que fue toda una etapa de introspección, crecimiento y aceptación; pero más que nada de aprendizaje. Lo bueno y lo malo ha incluído la participación especial de varias personas que, al igual que el sonido analgésico de la campana de la Torre, siempre llevaré conmigo. 

Para bien o para mal. 

Hasta el fin defenderé a mi alma mater, por todo lo que me deja y por la promesa de que, así como me dio forma a mí, le cambiará la vida a muches más. 
No sé por qué tengo la sensación de que mi amor por UPR a penas comienza.  

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