Por: Johstean M. Santiago Colón
Fotografía tomada por Johstean Santiago la madrugada del terremoto del 7 de enero de 2020
Primero, lo sentí en mi sueños, pero no lo asimilé. Según el registro, el evento del 7 de enero duró unos cuatro minutos, pero para mí fueron meros segundos de pánico. Se tornó real cuando los envases de cristal cayeron y el ruido de su impacto se hizo difícil de ignorar.
Abrí los ojos y me sujeté a la sábanas porque era lo único que mi manos pudieron encontrar en ese instante. La cama continuaba meneándose, pero la única diferencia era que ya lo estaba presenciando despierto.
Había temblado fuerte en el suroeste, pero yo lo experimenté en Yauco, en el hogar de mi abuela. Fue el evento sísmico más intenso en cien años. Me tomó por sorpresa: había presenciado la historia por tercera vez en menos de cuatro años.
Lo primero fue asegurarme que todos en el hogar estuvieran a salvo, en especial mi abuela. Luego, verifiqué las redes sociales (error, por supuesto), y salimos en grupo. Todo el vecindario estaba despierto.
Poco después, leo que toda la isla sintió algo del golpe de magnitud 6.4. Eran las cuatro de la mañana y jamás había visto tanto gentío a esa hora. Ya en la calle y sin luz eléctrica, solo observé puntillos a la distancia -teléfonos en su mayoría.
Al cabo de veinte minutos, alguien se acercó a nosotros. “Cayó una casa entera”, nos dijo con asombro. Corrí con el teléfono encima para confirmarlo y tomar una foto, de ser necesario. Terminó siendo cierto: la casa de dos pisos se desplomó sobre la marquesina y atascó al carro de la familia, pero ninguno resultó herido.
Subí la foto a mis redes sociales, y, al cabo de veinte minutos, fue compartida por unas mil personas. Recibí varias llamadas e intenté realizar otras más. De pronto salió el sol y comenzó otra ola de preocupaciones. La fila de hogares con grietas y daños era evidente. Así culminó una de las madrugadas más caóticas que he presenciado. Las réplicas del temblor continuaron.
Regreso a Yauco unos tres meses después, pero bajo otra situación. La pandemia que obligó a Puerto Rico y al resto del mundo a aislarse en su hogar es el tema del momento.
De camino por la autopista, a la altura de Peñuelas, se ven daños evidentes. Uno que otro carril cerrado por el deslice de rocas que cayeron sobre la brea. Me desvío para entrar a Yauco, y capto el verdadero daño imborrable de ese terremoto.
Arribo al primer semáforo y a mi derecha atisbo una escuela privada con carpas vacías en su estacionamiento donde se refugiaban las víctimas que perdieron su hogar o estaban a punto.
Tránsito por varias calles del pueblo y muchas permanecen cerradas con rocas desplazadas encima. Como ejercicio, comparo a varios de los edificios afectados con imágenes que tomé de ese fatídico día, y todo permanece igual o idéntico a las capturas que hice.
Por fin, llego al hogar donde permaneceré por varios meses. Miro al cielo para ver que aún queda poco sol y sería oportuno aprovechar y correr por varios minutos.
Dando mis primeros pasos, noto que el hogar al frente exhibe un papel rojo dentro de una mica en el portón principal que indica que no pasó la inspección que se le realizó y por ende, no es habitable. La casa muestra grandes grietas en sus columnas, y, a veces, si la miro detenidamente, siento que hasta se inclina un poco de lado.
Como consecuencia, trato de fijarme cuáles otras casas están iguales. A mi sorpresa, la casa adyacente a la que habito muestra el mismo papelito y la que permanece a su lado también. Ya son tres hogares en esta línea que, al cabo de cuatro minutos de aquella mañana, perdieron a sus residentes de manera permanente.
Corro un poco más abajo y siento que para la hora que es, todo está muy callado.
Antes de voltearme para regresar, paseo por un residencial que contiene, según mi estimado, unos cincuenta apartamentos. Varios complejos con grietas, pero nada más capta mi atención cuando me percato de que no hay ni un solo vehículo dentro del estacionamiento de los residentes. Todo el lugar fue evacuado.
Una vez regreso, recuerdo aquella casa que cayó por el terremoto. Camino hacia ella y me detengo al frente. La observo por unos cinco minutos. Todo, incluyendo el carro pillado, permanece quieto, como una pintura hiperrealista que cuenta lo que pasó aquí esa madrugada.