Cinco años de continua lucha, y por fin, me gradúo

Por: Zoé N. Conde Velázquez

Foto: Zoé N. Conde Velázquez

Entré a la Universidad de Puerto Rico en el 2015, un año que para mucho puede sonar normal, pero para los que entramos ese año fue el momento en el que se comenzó a sobrevivir. ¿Cómo te ves de aquí cinco años?, es una pregunta que a muchos nos hacen en algún momento de la vida. Mientras caminaba por la acera entre el Museo de la Universidad y la Facultad de Humanidades, puedo asegurar que la respuesta que di en aquel momento, en el 2015, no se acerca a la realidad que vivo ahora. 

Hoy, sentada en mi cuarto en la casa de mis padres, a dos meses de terminar mi bachillerato, recuerdo cada momento histórico que viví, y aún estoy viviendo, en mis años de estudio en la IUPI. 

Pre-huelga

Mi primer año, podría decirse el más “tranquilo», no me preparó para lo que estaba por venir. En aquel entonces, viajaba diariamente en guagua pública de Río Grande a Río Piedras. Llegaba temprano a la universidad y caminaba temeraria la ruta desierta desde el terminal de Río Piedras hasta la entrada por la avenida Gándara. Tomaba mis clases y ya en la tarde me iba de nuevo para alcanzar una guagua en el terminal. Como toda universitaria, hubo ocaciones que las clases o trabajos en grupo no me permitían salir temprano. Esos días dependía del pon de mi papá. Cuando eso sucedía me mudaba por horas a la Biblioteca Lázaro. No soy una persona que le guste el frío, pero a esa hora de la noche ese era el lugar en el que me sentía más segura esperando. Luego de horas de pasar frío, volver a sentir el calor del exterior al salir por las puertas de la biblioteca era uno de mis momentos favoritos. No estaba completamente inmersa en la vida universitaria, y por meses ese fue mi diario vivir. 

En mi segundo año ya me sentía más adaptada a la universidad. Me había acostumbrado al viaje diario. Recorría las calles del pueblo de Río Piedras con más seguridad, nunca bajando la guardia. Incluso reconocía vendedores de la Plaza del Mercado. Una señora dueña de uno de los kioskos a la que siempre le compraba una empanadilla me saludaba con una sonrisa y un “¿estás bien hoy?” cada vez que me veía. Si salía de clase tarde, era muy probable que tuviese que esperar hasta la ultima guagua. Varios de los choferes ya me conocían, no son muchos los estudiantes que tomaban mi ruta diariamente.

Los apagones fueron el comienzo de lo que se convirtió en un patrón de sobrevivencia. Ese primer semestre, Puerto Rico sufrió varios apagones. Incluso recuerdo que estaba sentadas en el edificio LPM, en Humanidades, tomando mi clase de Historia en uno de los salones sin aire cuando ocurrió el gran apagón del 2016. No lo olvido porque, a diferencia de muchos, mi profesor decidió seguir dando la clase como si nada hubiese ocurrido. El sudor nos bajaba por la frente, y yo, que sudo mucho, lo único que pensaba era que el abanico improvisado con un cartapacio ya no daba para más.  Irónico como mientras escuchaba a mi profesor hablar de la historia contemporánea, vivía un momento histórico.

El segundo semestre de ese año académico comenzó con un ambiente diferente. Ese año mi regalo de cumpleaños fue un pepper spray y un taser. En aquel momento lo tomé a chiste, pero meses después se convirtieron en mis acompañantes por las calles de Río Piedras; nunca hubiese pensado que esos dos objetos me harían sentir más segura. 

Mientras seguía viajando diariamente, cada vez quedándome hasta más tarde en la universidad se hablaba de un aumento al crédito subgraduado de $55 a $115. Un aumento sugerido por la nueva Junta de Supervisión Fiscal. Un recorte millonario a la universidad, ¿cómo debíamos continuar operando pagando más por menos recursos para la institución? Querían aumentarnos el crédito, pero cuando iba al baño después de la dos de la tarde era muy probable que no hubiera papel. Si no andaba con el hand sanitizer que colgaba de mi bulto, tampoco tenía con que lavarme las manos. 

Tal vez luego del coronavirus tengamos jabón siempre en los baños, tan solo podemos esperar. 

Hasta ese momento, había asistido a una asamblea de estudiantes, pero ninguna se compara a las asambleas que viví ese semestre. El estudiantado estaba molesto e indignado. Se sentía la energía en las asambleas, en el Teatro, y en los portones de la universidad cuando gritábamos “¡Lucha sí, entrega no!”. El 5 de abril de 2017 se aprobó una huelga sistemática, entre gritos miles de estudiantes salían del Coliseo Roberto Clemente. Nueve de las 11 unidades de la UPR se opusieron al recorte de $512 millones que exigía la Junta de Supervisión Fiscal. La huelga fue uno de los eventos que más marco mi carrera universitaria. Me abrió los ojos a muchas realidades que al momento ignoraba. 

Pre-María

Mi tercer año de estudio comenzó en septiembre de 2017, un mes más tarde de lo esperado. Comenzamos con un aumentó a la matrícula, que no se reflejaba para nada en el servicio que ofrecía la universidad, y mucho menos en su infraestructura. Nadie había pensado tan siquiera en la idea de lo que nos esperaba ese semestre, y mucho menos en las consecuencias que tendría en la isla. Ese mismo mes pasó el huracán Irma por la isla. Se interrumpió el inició de clases. Días después retomamos las labores, y al poco tiempo se detuvieron las clases nuevamente por una alerta de huracán. María, un nombre que quedará para siempre marcado en la historia de Puerto Rico, y en especial en la vida de las personas que vivimos el fenómeno en la isla. Miedo, ese fue mi mayor sentimiento durante esos meses. Incluso el día que volvimos a la universidad aún tenía miedo. Más allá de “perder” el semestre, sino ¿cómo podía concentrarme con todo lo que había pasado? El país enfrentaba una crisis, mientras nosotros en la universidad intentábamos volver a la “normalidad”. Luego de María, el servicio de transporte público empeoró. Ya no habían casi guaguas públicas del area metro hasta el area este. Fue entonces que comencé a viajar en carro. Hasta aquel entonces eso era lo más que había guiado sola. Aprendí a viajar en carreteras sin semáforos, en las que te daban paso hasta que llegaba a Carolina—bienvenida a la metro—en donde no conocen las palabras “dar paso”. El estrés reinaba en mi nada más de pensar que tenía que guiar para la universidad. 

Llegaba a mi casa en la tarde o en la noche para sentarme en la mesa de la cocina a escribir tareas bajo la luz de una vela o con la luz de la computadora en lo más bajito para no gastar batería. Durante los meses después María, continué viajando en carro. No fue hasta febrero que me comencé a hospedar en Río Piedras.

Pos-María

El comienzo del 2018 fue completamente diferente. La realidad es que no tenía muchas esperanzas para ese año. En enero aún no habíamos terminado el semestre universitario, así que no fue hasta marzo que logramos acabar. Por la falta de tiempo, la Universidad decidió “empujar” un trimestre. Los estudiantes que ya nos sentíamos abrumados por todos los eventos de los últimos meses, tuvimos que prepararnos para un trimestre que nadie quería. Algunos profesores no estaban preparados para el currículo de sus cursos en tres meses, y algunos hasta decidieron que no adaptarían clases a esa cantidad de tiempo. 

Ese trimestre comencé a trabajar en la residencia estudiantil Torre del Norte. Durante esos meses, conocí a diferentes personas y empleados, y pude adentrarme en la vida de los empleados de la UPR. Entraba bien temprano en la mañana antes de mis clases o en la tarde para salir a las nueve de la noche. Estudiantes de todos los años vivían ahí. Fue entonces que conocí el espíritu que tenía el edificio. Ese mismo semestre anunciaron que iban a cerrar la residencia para “mejoras”. Más de 300 estudiantes se quedaron sin hospedaje, y, hasta el día de hoy, aún no se ha planteado una fecha de reapertura. Vi como los estudiantes lucharon hasta el final para que no se cerrara, le reclamaron a la administración que cuál era el plan. ¿En qué quedó Torre Norte, otro proyecto más de la administración que se quedó en el aire? El cierre de Torre Norte no me dolió porque me quedé sin trabajo, sentí la incertidumbre y el desespero que sentían los estudiantes que vivían allí, y aunque no era parte de ellos pude empatizar con su situación. 

Mi cuarto año no fue tan retante académicamente como el segundo y tercero. No porque las clases no me exigieran, sino porque nada se compara a tener que entregar trabajos sin tener luz en tu casa, usando el internet limitado de tu teléfono. Ya para cuando comenzó mi penúltimo año tenía más tiempo para dedicarle a los estudios, ya que no tenía que hacer el viaje diario de casi hora y media.  

El final

Mi quinto, y último año, parecía inalcanzable. Luego de tantos eventos, catástrofes y luchas, pienso que ese final se alejaba cada vez más. Sin embargo, llegué y aquí estoy. Agosto nos recibió con otro aumento más a la matrícula, ya está a $124 el crédito. También, se anunció el cierre de la única residencia estudiantil dentro del recinto, ResiCampus. La decision de la administración dejará a los estudiantes sin más ninguna otra opción que vivir en Plaza Universitaria pagando más de $200 o pagar un hospedaje aparte. Converso con una compañera de clase que se hospeda en ResiCampus, y me cuenta que no sabe qué hará en mayo cuando cierre la residencia. Ella vive en un pueblo lejano, y no tiene el dinero para pagar un hospedaje más caro. Me quedo callada y le contesto: “Te entiendo, no es justo”. La realidad es que no la entiendo por completo porque no estoy en su situación exacta, pero lo que sí es seguro es que no es justo, y mucho menos lo que se merecen los estudiantes luego de dos aumentos de matrícula con la promesa de mejorías a la infraestructura. 

Si al comienzo del año me preguntaban, ¿cómo será tu último semestre en la universidad? Mi respuesta de aquel entonces, llena de entusiasmo y esperanza, ya no importa porque llegó el coronavirus. Un evento que realmente nadie esperaba vivir. Ahora, mi memoria asimila lo que vivimos durante el trimestre, los retos de adaptarse a algo en un corto periodo de tiempo. Los profesores intentando adaptar sus clases a modalidades online. Mientras, hay cursos que exigen ser presenciales, y simplemente no son lo mismo online. Me entristece pensar que me graduaré sin volver a caminar los pasillos de la Facultad de Humanidades, llenos o vacíos siempre con su propia vida. Que no volveré a caminar por la Plaza Antonia, rodeada de los banquitos de colores en los que me gustaba sentarme a hablar con mis amigos en lo que esperábamos para una clase o en los que me tomaba un nap cuando me sentía cansada.

La situación que vivimos ahora me ayudó a recordar, pero sobretodo a entender. Jamás nos hubiésemos imaginado vivir algo así, pero tampoco me imaginé la mitad de las cosas que viví durante los pasados cinco años. 

Hoy día, yo divido mi bachillerato en cuatro épocas: pre-huelga, pre-María, pos-María y el final. Todos estos eventos marcaron mi vida como universitaria, pero lo que quiero resaltar es que ante toda las adversidades que viví en mis años de bachilleratos, me llevé de las mejores amistades de mi vida, tomé clase con profesores que realmente me hicieron entender por qué estudio lo que estudio—y la importancia del periodismo en la sociedad. 

También, tomé clases que me hicieron enamorarme de la historia y las lenguas extranjeras, aunque no sea a lo que me dedicaré el resto de mi vida. Hoy, mientras estoy sentada en la casa que me vio crecer, en la que no llevaba tanto tiempo seguido en ella desde que estoy en escuela superior, solo puedo pensar y recordar los pasados cinco años. Nunca pensé que mi ultimo semestre acabaría tan solo empezando. La posibilidad de una graduación se aleja cada vez más, pero tal vez todas las memorias, experiencias y todo lo que aprendí no se reduce a una ceremonia con toga. Al final del día fueron cinco años de continua lucha, y por fin, me gradúo.

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